SALA DE ESPERA
No hay peor invasión que la de la desesperanza; aquella que convence de que no hay nada por hacer, que aparta, segrega de los amigos y de los contrarios, algunos de ellos que se creen enemigos. No hay peor sentimiento que el sentir la inutilidad, el primer paso a la desolación y luego a la amargura.
Y, perdón, eso le espera a la mayoría de los mexicanos, más de 90 millones, de los cuales más de 60 millones son ya ciudadanos, si no logran superar los próximos seis años, al menos, un gobierno decidido, legal y legítimo por cierto, por otros 30 millones de sus conciudadanos.
No parecen tiempos propicios para el optimismo; vamos, ni siquiera para el pesimismo. Sí, son tiempos canallas, de esos en los que ninguna voz, más que la del poderoso, se escucha; en los que se avasalla al que piensa diferente, al que no cree (por lo que sabe y también supone el escribidor) en la presunta transformación, que en realidad busca aceleradamente la restauración de un sistema político alguna vez definido como la dictadura perfecta o, en el mejor de los casos, como una “dictablanda”.
Son tiempos en los que no hay pa’dónde hacerse. ¿Vale la pena clamar en el desierto o, lejos del ámbito bíblico y cercano a la sabiduría popular mexicana, quemar pólvora en infiernitos?
El tiempo y la historia dicen que no.
Hace poco más o menos 150 años, durante el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada, ocurrió un diálogo entre dos muy populares poetas mexicanos: Antonio Plaza y Juan de Dios Peza, leídos, cantados e inmortalizados por el populacho, aunque poco apreciados por la crítica exquisita e incluso por la mayoría de los historiadores de la literatura, que relata otro tiempo de canallas.
Bien, hay que contar.
Antonio Plaza fue, es, un poeta profano, inconforme, atormentado, renegado, amargado si se quiere, provocador de las buenas conciencias; maldito como Poe o Baudelaire, según lo ha definido el escritor y diplomático mexicano Leandro Arellano, su paisano, pero conocedor del alma y también de cuerpo humanos.
Su sobrevivencia se debe a otro poeta popular un poco mejor ponderado: Juan de Dios Peza, quien escribió el prólogo del libro “Álbum de corazón” de Plaza, quien todavía vagaba hace algunos años entre los contertulios de bares y cantinas a lo largo del país (Arellano dixit y el escribidor también).
Plaza y Peza eran liberales por los cuatro costados. Amigos, pese a la diferencia de edades. Peza leía los ya populares poemas de Plaza cuando era apenas un estudiante; popularidad lamentada tiempo después nada menos que por el mismísimo Alfonso Reyes. Plaza fue un soldado de la República, con grado de teniente coronel, defensor de la Constitución de 1857 y de las Leyes de Reforma. Y en una batalla, de las de a de veras, una bala de cañón le inutilizó una pierna. La República, su República, la de Benito Juárez, se la hizo y le pagó mal.
Cuenta la leyenda que Plaza, pobre como cualquier periodista que se respete, intentó que se le pagara su pensión como víctima de la guerra y el gobierno del Benemérito, por el que había luchado y quedó cojo, se la negó. Entonces, el bardo decidió vestir el uniforme de gala de Ejército y en pleno Zócalo de la Ciudad de México pedir limosna para sobrevivir.
Sobrevivió en la miseria. Años más tarde, Peza buscó aliviar las penurias económicas de su amigo Plaza y le propuso una solución. Según él (está escrito) ocurrió el siguiente diálogo:
“—Antonio, ¿por qué no fundas un periódico?
“–¿Para qué? –me respondió—. Combatir al gobierno será convertirme en presidiario, y adularlo, en estos momentos, sería tanto como afeitar a un cadáver: se mella e inutiliza la navaja y se desprestigia el barbero”.
Antonio Plaza, el poeta, el liberal, el romántico, el disipado, el atormentado, el profano y el pesimista, el honesto consigo mismo y con los demás, al final el amargado, el real, tenía razón.
Luego de más o menos 150 años es justo reconocer que los barberos no deberían afeitar cadáveres.
Pero hoy en pleno siglo XXI es necesario, como nunca, en estos tiempos canallas y de canallas, recordarlo.
Si la esperanza muere al último, la desesperanza… después.
Y como se dice en las “benditas” redes sociales: el que entendió, entendió.
Y, si no, pues ni modo; qué se le va a ser. Debe haber espacio para todos, pero no para la desolación ni la desesperanza, aunque intenten imponerse y en cada persona hagan estragos, como lo hicieron en Antonio Plaza. Allá cada quién, aunque nos sintamos inútiles y nos llamen mezquinos, conservadores, neofascistas y otros muchos “descalificativos” presidenciales. También, allá él.
La esperanza muere al último, pero la desesperanza no.
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