Por: Ma. Elizabeth de los Rios Uriarte
Según el Diccionario de la Real Academia de la lengua Española, tráfico se define “circulación de vehículos” mientras que ciudad “Conjunto de edificios y calles, regidos por un ayuntamiento, cuya población densa y numerosa se dedica por lo común a actividades no agrícolas”. En este orden de ideas, lo propio de una ciudad cuya población es “densa y numerosa” es que quienes la habitan transiten por los espacios destinados para ello de tal suerte que no habría conflicto en el binomio “tráfico-ciudad” si se actuara con civilidad.
En México esto parece distar mucho de lo que se vive día con día. La población ha dejado de ser “numerosa” para convertirse en “sobreabundante” y la “circulación de vehículos” se ha convertido en un verdadero acto de barbarie.
Dos reflexiones saltan a mi mente al respecto. En primer lugar, el hecho de tener que dedicarle alrededor de una cuarta parte de nuestro día –que aunque lo deseáramos no pasa de 24 horas- al acto de “transitar”. Los mexicanos pasamos un promedio de 4 a 6 horas en el coche atascados en el tráfico, no podemos leer, lo que fomentaría nuestro nivel cultural, no podemos hacer llamadas telefónicas, lo que aumentaría nuestra efectividad laboral. No es que lo anterior esté mal que se prohíba, lo que me parece fastidioso es el hecho de tener que pasar tanto tiempo en el vehículo y no deberse ni si quiera a la distancia a recorrer!
Ahora bien, si uno indaga las causas de esta terrible situación, sabemos se deben a la proliferación de vehículos pero esto no es problema en otras ciudades, entonces ¿a qué se debe el fenómeno?
Algunas posibles hipótesis: los vendedores ambulantes que ocupan un carril –o hasta dos- situándose estratégicamente a ambos lados de la calle por la que uno transita que, en teoría, debía estar diseñada “sólo para autos” y reduciendo con ello los carriles por los que los autos podrían moverse y fluir. También puede deberse a los vehículos estacionados en doble fila igualmente a ambos extremos de la calle y cuya posición debe estar sancionada según el reglamento de tránsito –pero no lo está-, una tercera posibilidad es a la asincronización de los semáforos que no permiten un flujo constante cada determinado tiempo y sólo lo entorpecen. De igual modo, los franeleros que detienen el tránsito según su conveniencia y permiten estacionarse en sitios prohibidos que obstaculizan el paso a cambio de una “módica” propina, los transeúntes que se atraviesan en pasos NO peatonales –al menos no oficialmente peatonales- y que provocan que los vehículos se detengan en avenidas de velocidad moderada, los automovilistas que no entienden que el rojo del semáforo significa “alto” y que piensan que ser daltónicos o aparentar serlo es “la moda”, los conductores del transporte público que son verdaderas carrozas de la muerte donde no sólo peligran las pobres almas que se abandonan en los brazos de su “Caronte” sino de todos cuantos nos encontramos cerca de alguno de ellos.
Una segunda reflexión tiene que ver con la palabra “ciudad” que, como se mencionó al principio, conlleva la necesaria figura de un “ayuntamiento”, es decir, de un orden o autoridad que marca el modo de comportarse para mantener la armonía social. Cuando en nuestro país nos enfrentamos a todas las situaciones anteriormente mencionadas, además, somos espectadores de los peores actos de barbarie. En el auto pareciera que ese género lógico al que pertenecemos de “animales” se queda desprovisto de su correspondiente diferencia específica “racionales” dando por resultado la especie definida en el árbol de Porfirio: bestias. El tráfico en esta ciudad provoca bestias y cada día asistimos al peor de los espectáculos posibles: el ser humano se vuelve víctima de sus instintos y se funde con la masa en un acto de barbarie donde el único orden posible es el de la “ley del más fuerte” y en vez de calles se abren el paso junglas. La ciudad se convierte así en una jungla de asfalto.
Ojalá recordáramos que estamos llamados a ser lo que somos como exhortaba Nietzsche, es decir, animales RACIONALES, es decir, seres humanos y no animales irracionales, o sea, BESTIAS.
Personaje de la mitología griega que acompañaba y guiaba a las almas de los difuntos de un lado a otro del río Aqueronte para llegar a las puertas del Hades.
Por: Ma. Elizabeth de los Rios Uriarte